Uno de los grandes tributos que puede rendir el Salvador es el de llamarnos “amigos”. Sabemos que ama con un amor perfecto a todos los hijos de Su Padre Celestial, pero Él reserva este título especial a aquéllos que han sido fieles en su servicio a Él. Seguro que recuerdan las palabras de la sección 84 de Doctrina y Convenios: “Y además, os digo, mis amigos, porque desde ahora os llamaré mis amigos, conviene que os dé este mandamiento para que lleguéis a ser como mis amigos en los días en que viajaba con ellos para predicar el evangelio con mi poder” (D. y C. 84:77).
Llegamos a ser Sus amigos cuando servimos a los demás en Su lugar. Él es el ejemplo perfecto del tipo de amigo en el que debemos convertirnos. Desea únicamente lo mejor para los hijos de Su Padre Celestial. Su felicidad es la de ellos y siente la tristeza de ellos como si fuera la Suya propia, ya que ha pagado el precio de todos sus pecados, tomado sobre Sí todas sus enfermedades, soportado todas sus tribulaciones y experimentado todos sus anhelos. Sus propósitos son puros. No busca ningún reconocimiento para Sí mismo, sino otorgar toda la gloria a Su Padre Celestial. El amigo perfecto, Jesucristo, es completamente generoso al ofrecer la felicidad a otras personas.
Todos aquellos de nosotros que hemos concertado el convenio bautismal hemos prometido seguir Su ejemplo de llevar las cargas los unos de los otros como Él lo haría (véase Mosíah 18:8).
Durante los próximos días tendrán muchas oportunidades de tomar el lugar de Él en calidad de amigo; tal vez sea mientras anden por un camino polvoriento o viajen sentados en un tren, o mientras busquen un lugar para sentarse en una congregación de la Iglesia. Si están atentos, verán a alguna persona que porta una carga pesada: quizá sea una carga de tristeza, soledad o resentimiento y podrán percibirlo únicamente si han orado para que el Espíritu les dé ojos para discernir los corazones, y si han hecho la promesa de fortalecer las manos caídas.
Puede que la respuesta a su oración sea el semblante de un viejo amigo, al que no han visto desde hace años pero cuyas necesidades les vienen de repente a la mente y al corazón y ustedes las sienten como si fuesen las suyas. Esto ya me ha sucedido alguna vez. Viejos amigos se han puesto en contacto conmigo para alentarme desde largas distancias y tras el paso de los años, cuando solamente Dios podría haberles dicho de mi carga.
Los profetas vivientes de Dios nos han pedido que seamos amigos fieles de aquellos que vienen a la Iglesia como conversos, y que salgamos al rescate de los que se han desviado. Podemos hacerlo y lo haremos si recordamos siempre al Salvador. Cuando extendemos la mano para prestar socorro y aliviar una carga, Él extiende la mano con nosotros. Él nos conducirá a los necesitados. Él nos bendecirá para que sintamos lo que ellos sienten. A medida que persistamos en nuestro esfuerzo de servirles, se nos concederá más y más el don de sentir Su amor por ellos y esto nos brindará valor y fortaleza para extender la mano una y otra vez con fidelidad.
Además, en el tiempo y en la eternidad, sentiremos el gozo de que se nos reciba entre aquellos que son Sus amigos fieles. Es mi oración que todos nosotros y las personas a las que sirvamos reciban esta bendición.